Al peregrino le duelen lo pies ampollados, pero pisa fuerte, paso a paso; kilómetro a kilómetro. El peregrino siente sed, frío, hambre; las piernas no caminan solas, van con su espíritu, con la fuerza que otorga la fe.

En la mano derecha lleva un burro de palo, de los que se hacen a cuchillazos toscos sobre un tronco cortado. La mano izquierda también está ampollada, raspada; las uñas de ambas llenas de tierra de cualquier color.
Los hombros tensos, soportando el peso de una enorme mochila que carga lo suficiente: agua calentada por el sol para no deshidratarse (si es de noche esta fría), la ropa limpia más ligera, cepillo de dientes y un jabón. Pero todo llega a pesar unas horas más tarde, cuando el calor produce fatiga, cuando la fatiga se vuelve desesperación y cansancio, cuando el camino parece infinito.
Cientos de kilómetros separan a los caminantes de la tierra santa a donde van. Cerros de más de 1800 metros de altitud, grietas, barrancas, piedras enormes, gente de muchas latitudes, pueblitos pequeños que apenas aparecen en el mapa, maleza, árboles, ríos(secos y con agua corriente), charcos, intentos de puentes, puentes enteros, zapatos rotos y un propósito.
Fitos ha venido por más de 15 años consecutivos. Cuenta que el año pasado ya no quería sonar la campana que anunciaría su próximo regreso, pero un toque la hizo saltar más de lo debido. Supo que volvería a ver esos caminos.
Ahora, mientras la frente sudada empercude su gorra blanca, Adolfo Iñiguez me cuenta que iniciando el año 2020 su papá dejó de conocerlo, ”tenía la mirada perdida, las palabras encontradas”, Fitos comenzó a sufrir.

”Le dije a mi virgencita de Talpa que me ayudara, que le diera salud a mi papá, yo sé que es difícil de creer, pero así fue, mi papá comenzó a mejorar y hoy vengo por esa manda”, dice mientras da pasos agigantados para vencer ¨la subidita” del Espinazo del Diablo, la más temida elevación de aquellos que inician su peregrinar con ansias de conocer a la Virgen del Rosario, que se erige majestuosa en uno de los siete pueblos mágicos de México: Talpa de Allende.
Los que han transitado muchas veces esas tierras aseguran que en el camino cargas el peso de tus pecados, esa es la explicación a las molestias que ocasionan las mochilas. La penitencia será precisamente caminar día y noche, soportar el sol, el frío, los mosquitos, temblar bajo los aullidos de los coyotes y las acusaciones de las serpientes cascabel.
Ir a Talpa de Allende a muchos les parece una locura, lo es, que loco debes estar para que tu fe sea inquebrantable, para tener la voluntad de entregarte a caminos desconocidos, de arriesgar la vida y hacerlo feliz.
Está comprobado, todos vivimos de la fe, incluso los ateos, ellos creen en lo que son capaces de lograr por sí mismos, que alguien me diga si eso no se llama también confiar.
Llegando a Gallineros nos adelantó un señor, llevaba buen paso para la edad que aparentaba,unos setenta o más. Me sorprendió solo por eso, la verdad es que mi condición física no es buena, mis pies apenas alcanzaban a moverse y casi siempre iba al final. El señor se detuvo en una enramada cercana. Pude alcanzarlo. Llevaba una camisa fresca y colorida, los pantalones rotos y empolvados en la parte inferior me confirmaron que era peregrino, no me contuve y lancé la pregunta ¿cómo hace para tener tanta energía?La sonrisa del hombre fue espontánea, ” vengo cinco veces al año, y este es el número nueve, si cuento cada vez que he venido por año serán muchas, he venido en avión, camión, caminando, solo falta en barco y porque no se puede, ojalá hubiese un río”. ¿La primera impresión? Por supuesto que no le creí yo estaba prácticamente deshidratada por mi primera vez y ni alcanzaba la mitad del camino, incluso me pasó por la mente que no volvería a hacerlo nunca más, y ese señor me suelta que va cinco veces al año.
Lo dejé continuar el rumbo hasta que el sombrero de palma que llevaba se fue haciendo más pequeño. Antes de irse me dijo entre risas que se llama Josephy Sarabia -ya sé- no parece un nombre real, pero lo anoté -y ahora que lo pienso- quizás la sonrisa jocosa, el sombrero y el hombre bajo y bronceado tampoco lo eran ¿quién sabe?
Casi en La Cruz de Romero las energías se hallan en el nivel más bajo, los que han ido otra veces saben que están muy cerca de salir airosos de la aventura, los primerizos, como yo, no vemos final al trillo de hojas secas y tierra suelta.
Al mirador no debes asomarte. Reza otra leyenda que si te pronuncias sobre lo poco que queda del viaje al ver la ciudad a tus pies, no será favorable.
Algunos desafían las predicciones, otros se encaminan rápidamente a concluir la travesía. En algo todos coinciden: el mejor momento es en el que después de sacrificarte llegas al templo. Unos lloran, otros se arrodillan, otros llevan mariachis, hay quien hace las tres cosas. Cada persona vive su emoción de forma distinta.

Yo, después de pasar frío, calor, sed, hambre, después de caminar y caminar estaba extasiada por todo lo que mis ojos veían. Mis pies cansados dejaron de doler y mi mente solo me recordaba hacer notas de todo lo vivido.
El peregrino no olvida a los niños de mirada triste que extienden su mano esperando una moneda; el peregrino no olvida el olor a pan recién salido del horno de barro, el agua de arrayán, el paisaje hermoso que le corta la respiración, los rancheros, los que van en bicicletas, los que van descalzos; el peregrino aprende a mirar los detalles simples de la vida que siempre ignoró, esos detalles que después de verlos amenazan con hacerte muy feliz. El peregrino cree que esa caminata es la excusa perfecta para reunir a toda su familia.

Perdí la cuenta de todas las cruces que encontré durante los cuatro días de peregrinación, cada vez que veía una hacía la misma pregunta:¿Todas son personas que murieron en estos caminos? -supongo que me asustaba pensarlo- La respuesta siempre la misma: ¨todos fueron peregrinos, muchos murieron intentando llegar, algunos por un infarto, otros cayeron de alguna orilla del cerro. Hay quienes mueren en circunstancias diferentes y lejos de aquí, pero sus familiares deciden traer sus cruces para que su alma permanezca en los caminos donde dejaron su aliento tantas veces¨.
Mis manos también hicieron sonar la campana del regreso, porque 117 kilómetros es una distancia muy corta cuando pienso en lo bonito que es vivir sabiendo que no hay lugar a dónde tus pies no puedan llevarte si tienes la voluntad suficiente para aceptar el sacrificio.